Ya pasaron dos meses desde que vi a aquella muchacha de pelo rubio y ojos verdes que no pasaría de los ocho años. Su nombre era Diana. No pude evitar fijarme en ella en cuanto la vi sentada en las escaleras que había junto a la parada de autobús. Ella también me dirigió una mirada que, como no sucedía desde hacía más de veinte años, me hizo sonreír. Sentí como algo despertaba dentro de mí, sentí que volvía a estar vivo. ¿Cómo lo había conseguido tan solo con sus brillantes ojos verdes? Y es que, desde que perdí a María aquel invierno, no había vuelto a ser el mismo. En tan solo unas semanas, mi mundo se había desmoronado para, posiblemente, jamás volver a renacer. Después de conocer a esta pequeña, ya no lo creo así.
Después
de mirarme, me hizo una seña para indicarme que me sentara junto a ella. Al
principio dudé. ¿Qué querría una niña tan joven de un hombre tan viejo y
desmejorado como yo? Diana siguió insistiendo y no tuve más remedio que olvidar
mis primeras vacilaciones. En cuanto me senté, ella me señaló su garganta. Yo
no lo entendí. ¿Qué estaba tratando de decirme?
—¿Por
qué no me hablas? Así no puedo entenderte—le dije.
Diana
volvió a señalar su cuello. En ese momento, se puso detrás de mí. Yo no dije
nada al ver cómo intentaba emitir una exclamación de espanto sin poder
lograrlo. Yo estaba atónito.
—¿Qué
ha ocurrido?
Esa
vez tampoco habló. Se limitó a señalarme un coche negro que se deslizaba calle
abajo. Cuando ya no lo vio, su expresión se relajó.
—¿Qué
pasa? ¿Te están buscando?
Cuando
terminé de hablar, ella asintió y metió una mano en uno de sus bolsillos para sacar
un objeto recubierto por un viejo y raído trozo de tela oscurecido por la
suciedad, que alguna vez fue blanco. La muchacha miró a ambos lados para
asegurarse que no había miradas acechantes cerca. Después abrió el trapo y me
mostró el más valioso tesoro que jamás había visto. Una joya que ni el más
importante de los reyes del pasado había logrado poseer. Yo dirigí una mirada
de estupefacción a la joya y después a Diana. Estaba atónito y embargado por el
brillo de aquel diamante de más de dos kilos que parecía haber sido tallado por
los ángeles.
—¿Es
por esto? ¿Quieren tu diamante?—ella asintió a la primera pregunta.
Después
la muchacha frotó la joya y, para mi sorpresa, al instante esta se iluminó y
comenzó a mostrar unas imágenes. Había una habitación iluminada por la luz de
la luna que se colaba por una pequeña ventana. En un extremo de la estancia
había un hombre vestido con una gabardina negra. Debido a que se hallaba en la
zona de penumbra, no le pude ver el rostro. Al otro lado, había una niña muy
joven que temblaba. La luz impactaba directamente sobre su rostro por lo que
pude ver su demacrado rostro: tenía un labio roto que todavía sangraba, un ojo
morado y varias cicatrices en los pómulos. Estaba atada de pies y manos y tenía
la tez muy pálida.
—Me
dirás cuál es tu secreto, ¿a que sí, Diana?—escuché decir al hombre que se iba
aproximando amenazadoramente a la muchacha.
—Si
me matas jamás lo sabrás—respondió ella.
El
hombre le cruzó la cara de una bofetada. La niña dejó escapar una lágrima y un
gemido.
—¡DÍMELO!—imperó
el otro comenzando a perder la paciencia—No te mataré, pero te haré sufrir como
jamás lo has hecho.
—Ya
lo hiciste. Me secuestraste y decapitaste a mis padres en mi presencia hace un
año, ¿acaso lo has olvidado?
La
niña hablaba con un tono grave, sin presentar ningún tipo de vacilación ante lo
que estaba diciendo. Su opresor le asestó una patada, ella chilló.
Entonces
aparté la vista de las imágenes que me mostraba el diamante y la dirigí a la
muchacha que estaba sentada a mi lado. Estaba temblando.
—¿Esta
eres tú?—pregunté. Ella asintió—¿Es por el diamante? ¿Ese es tu secreto?—Diana
meneó la cabeza para ambos lados, no conforme del todo y señaló el diamante.
—Me
lo dirás o no volverás a hablar—le amenazó el hombre mostrando a la niña el
doble filo de una navaja que reflejaba el brillo de la luna.
—El
secreto de esta joya se irá conmigo a la tumba—sentenció la pequeña intentando
mostrarse serena.
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