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lunes, 8 de diciembre de 2014

LA COSTILLA DE EVA (parte 1)

           Hay errores que ni con tu sangre puedes borrar, situaciones que ni con todo el oro de Kadinlar se pueden comprar y amores que pase lo que pase no puedes dejar de sentir. Por lo menos, eso es lo que decía mi nodriza Marla, que en paz descanse. Alguna vez me gustaría llegar a comprobarlo, pero creo que moriré sin que mis labios rocen los de un varón y mi corazón llegue a sentir ese pálpito desenfrenado que se siente al estar enamorado.
            —Ettie, ¿estás preparada?—oigo.
            En ese momento vuelvo a la fría realidad en la que estoy condenada a vivir y me doy cuenta de que sólo estoy vestida a medias y de que mi pelo negro cae descontrolado ocultándome el rostro cuando apenas quedan unos minutos para que el carro venga a recogerme para llevarme ante el Consejo de Sermaye, la capital de Kadinlar. Me miro en el espejo y apenas puedo reconocerme entre tanto maquillaje. Mi pálida tez está recubierta de unos polvos que hacen que brille. Mis ojos, azules como el cielo una noche sin estrellas, están rodeados de una pintura negra que, según mi abuela, realza su forma, y mis pestañas son, como mínimo, dos centímetros más largas de lo que eran esta mañana.
           —¿¡Qué haces así todavía!?—me pregunta mi abuela, Esther, escandalizada, al ver que todavía no me he peinado.
            —No quiero hacerlo—le confieso.
            —¡No digas tonterías! Claro que quieres. La ley marca que al llegar a los dieciséis debes tomar un yasak y sacrificarlo en honor a la diosa madre Isthar.
            Ha cogido un peine y me ha cepillado la larga cabellera hacia atrás para ponerme una cinta dorada después, sin dar demasiada importancia a las palabras que acaba de pronunciar. Están pidiendo a las jóvenes de dieciséis años que maten a un hombre a sangre fría y juren fidelidad a una diosa llamada Isthar y al Imperio ofreciendo su cabeza. ¿No ve de que el Consejo está loco? ¿Es que yo soy la única que se da cuenta de ello?
            Al parecer, sí. Desde que era pequeña, mi abuela, con la que convivo desde que me quedé huérfana, me llevaba a ver aquellos sacrificios. Yo apartaba la vista cada vez que veía levantarse el filo de una espada, y también cuando las jóvenes mostraban su hazaña a la gran tribuna que tenían ante ellas para repetir el juramento que hoy me veré obligada a pronunciar: «Hunc ego fidem». Todas se mostraban impasibles ante las súplicas de sus víctimas e, incluso diría que disfrutaban con sus alaridos desesperados. A esto es a donde hemos llegado con las absurdas políticas de nuestro gobierno y que, por mucho que digan que son para protegernos, yo más bien diría que pretenden destruirnos, construir mujeres sin corazón que no sean capaces de amar ni de tener frente a sus ojos a un hombre si no es para clavarle un puñal.
            Triste sociedad la que se ha llegado a construir sobre, lo que según he oído, antes era un mundo justo. Pero he escuchado y vivido poco. Los sucesos del pasado llegaban a mí a través de las historias que me contaba mi nodriza Marla, que en paz descanse. Decía que antes los hombres y la mujeres convivían juntos en lo que alguna vez fue un planeta lleno de naciones y que ahora, mil años  después—en el 3100 de la antigua era—, se ha convertido en Kadinlar, un mundo repleto de «mujeres libres», como dice el Consejo. ¿Y los hombres qué? Marla me contaba que estos absurdos rituales comenzaron a realizarse después del sumergimiento de América—aunque yo creo que no son más que leyendas pues todo el mundo sabe que más allá del Gran Mar sólo se extiende una neblina verde que termina matándote antes de un día, no hay tierra ni indicios de que alguna vez la haya habido—. Me hubiera gustado que ella todavía siguiera viva y me contase aquellas historias en las que el amor no era un delito y en las que no había que atravesar a nadie ni ofrecérselo en sacrificio a una diosa salida de la nada. Sin embargo, Marla está muerta. Cuando mi abuela se enteró de que me «llenaba la cabeza de ideas absurdas», como dice siempre, la mandó ajusticiar y ya no sé qué fue de ella desde que se la llevaron en el Carro de la Muerte, pues ni tan siquiera apareció su cuerpo. Aunque creo que ni tan siquiera ella, a su avanzada edad, llegó a conocer lo que en verdad pasó en el final de la antigua era. ¡Nadie parece saberlo!
            Por suerte, yo no soy como aquellas locas que son felices limpiando su espada. Yo no siento esa ira cuando tengo un varón delante de mí, bueno, en realidad, eso no lo sé. Nunca he visto ninguno en otro lugar que no fuera el templo. Sin embargo, no he podido evitar soñar con ello. Él me mira y yo también a él, cerramos los ojos y nos besamos, aunque creo que eso sólo sucederá en mis sueños más secretos.


CONTINUARÁ...

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  • Cuatro muertes para Lidia. Enrique Páez
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  • Días de lobos. Miguel Luis Sancho
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