Entonces reconozco a esa señora de
pelo negro y ojos melados. Mi cuerpo me parece demasiado pesado como para
sostenerlo por mucho más tiempo. Caigo de rodillas. No lo puedo creer. Siempre
pensé que mi madre estaba muerta, que me encontraba sola en el mundo con la
única compañía de mi abuela, la mujer que llevaba empeñada en que me sometiera
al sistema desde que tengo uso de razón. El llanto no tarda en aparecer. Estoy
confundida.
—Estabas
muerta—musito, llevándome las manos al rostro.
Alguien
posa su mano en mi hombro, una piel suave y cálida. Un recuerdo lejano, esa
misma sensación. Después se agacha junto a mí y me abraza, sin poder parar de
repetir mi nombre. Yo huelo su pelo y lo acaricio mientras creo estar viviendo
un sueño del que no tardaré en despertar, de nuevo en la tribuna. Tal vez sólo
sea un delirio producido por el golpe, es demasiado perfecto para ser cierto.
Los minutos pasan y continuamos abrazadas sollozando. Cuando nos separamos,
ella me mira de arriba abajo y me acaricia la cara. Por primera vez, no me
importa que me toquen y correspondo su caricia con una sonrisa.
—Ettie,
yo…
Antes
de terminar la frase, de la casa aparecen dos pequeñas figuras que tienen
algunas características similares a las mías.
—¿Quién
es esta, mamá?—suelta el que parece el mayor de ellos.
—Soy
Ettie—respondo, segura de que en cuanto sepan mi nombre me reconocerán.
—¿Quién?—pregunta
el pequeño buscando alguna explicación en Shiros.
—Soy
yo…vuestra hermana.
Ellos
me miran como si creyesen que se trata de una broma. Trato de encontrar una
respuesta tranquilizadora en mamá. No la hallo. Ella agacha la cabeza temiendo
cómo reaccionaré a lo que tiene que contarme. No hace falta que lo diga. No soy
tonta. Los años no pasan en vano y es inútil intentar recordar a alguien que ya
no volverá y mucho más difícil hablar de él. Lo sé. Sin embargo, me aparto de
ella con brusquedad, me pongo en pie y salgo corriendo. Necesito estar sola y
pensar.
No
sé a dónde me dirijo. No hay ningún camino o señal que me diga a dónde llevarán
mis pasos. Solo una fila de antorchas que iluminan la oscuridad de la cueva. La
sensatez me dice que pare y yo la obedezco. Afortunadamente, todavía veo las
casas. Me siento y miro a mi derecha, donde hay una laguna subterránea a la que
vierte una pequeña cascada. Me acerco y miro mi reflejo, que no tarda en
llenarse de lágrimas. Todavía tengo restos del maquillaje de esta mañana, la
cinta dorada que decoraba mi pelo y la espada colgada a la espalda. La túnica
está hecha jirones y las sandalias se han roto. Sacudo el agua para que
desaparezca mi reflejo y me lavo la cara. El agua está fresca y eso me alivia.
Después, me quito la cinta y la arrojo al agua junto con la espada.
Supongo
que han pasado varios minutos y continúo llorando, sin poder evitarlo. Hasta
esta mañana yo solo era una chica huérfana que vivía con su abuela e iba a
hacer un sacrificio como las demás. Y ahora, resulta que tengo un padre y que
mi madre ha estado viva todo este tiempo, que han estado aquí y nunca han hecho
nada por encontrarme. Además, tienen otros dos hijos a los que ni siquiera les
han hablado de mí. Mi llanto se convierte en ira, y la expulso lanzando varias
piedras al agua. Sigo confundida. ¿Por qué nadie me dijo que tenía una familia
en alguna parte? ¿Por qué me lo ocultaron? Mi vida está basada en mentiras. Me
hago un ovillo y sigo sollozando. Escucho unos pasos a mi espalda.
—Seas
quien seas, vete. ¡Quiero estar sola!—digo. El recién llegado se ríe.
—Vete
tú si te molesta—responde. Su voz me resulta conocida.
Ambos
estamos en silencio y sólo se escucha el rozar de unas prendas contra una roca.
Yo hago esfuerzos por controlar mis sentimientos, pero me es imposible.
—¿Y
a ti que te pasa?—me espeta. Alzo la cabeza y me vuelvo hacia él, que me
reconoce de inmediato y yo también a él—¿Y tú que haces aquí?
No sé cómo no he podido distinguir
al chico de ojos verdes que me tiró escaleras abajo esta misma mañana. Tiene el
pelo rubio y unos ojos azules que me cautivan desde un primer momento. Siento
algo extraño dentro, algo que nunca antes había experimentado. No sé lo que es.
Solo sé que me gusta.
Necesito
desahogarme y esta es mi ocasión. Le cuento todo lo que me ha ocurrido desde
que se marchó por la ventana y, para mi sorpresa, aguarda hasta que termino sin
hacer ningún comentario.
—¿Y
por qué estás triste?—me pregunta.
«¡Tú
eres tonto!», me dan ganas de gritarle, aunque no lo hago. Después de todo, me
ha estado escuchando. El primero que lo hace desde que murió mi nodriza Marla
hace seis años.
—¡Mi vida es un engaño! ¡Quieres más razones!—le
digo, intentando no parecer muy brusca. Él se ríe.
—Lo
que quiero decir es que, en todo lo que me has contado, no hay nada malo.
Deberías alegrarte por ello.
Me
mantengo en silencio. Sé que tiene razón, que no hay motivos para mi desdicha,
pero me cuesta alegrarme por algo que me ha hecho ver que toda mi vida ha
estado llena de mentiras. Como respuesta encojo los hombros y me seco las
mejillas. Por fin he dejado de llorar. Sus palabras han conseguido calmarme y
empiezo a preocuparme por otros problemas que, hasta entonces, he considerado
como menores. Me doy cuenta de que estoy cansada, que mi dolor de muñeca y de
nuca siguen ahí, y que tengo la boca seca y el estómago vacío.
—Tal
vez deberías volver con ellos—yo niego con la cabeza y él continúa hablando—.
Pues ven conmigo a casa de la vieja Pemba; seguro que no le importará uno más.
—¿E
irme a casa de un desconocido?—entonces frunzo el ceño.
—Pues
me llamo Peter—responde mientras se incorpora y me ayuda a hacerlo a mí.
—¿Por
qué me ayudas?—le pregunto.
—¿Y
qué más te da? Aunque si prefieres quedarte aquí sola…
Sus
argumentos no son convincentes, pero su sonrisa sí, por lo que me veo
volviendo a través de la vía que me
condujo al lago, acompañada por Peter, el chico que casi me mata esta mañana y
que saltó por la ventana.
CONTINUARÁ...
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