Los
días pasan y apenas percibo ningún cambio, salvo el amor que florece día a día
entre Peter y yo. Cuando quiero darme cuenta, ha pasado un año desde que me
escapé con papá y ya no creo que nadie venga a buscarme.
Peter
y yo regresamos por el camino tras un día de caza decepcionante en el que solo
ha podido cazar un pato malherido. Al llegar vemos arder todas las casas, entre
ellas la de la vieja Pemba. Algo estalla dentro de mí. Me siento responsable.
Si no me hubiera escapado, nadie hubiera descubierto nuestro escondite.Bajo a
toda prisa las escaleras mientras preparo el arco, que todavía no aprendí a
usar, aunque algo intimidará. Espero. Al llegar al final del camino, ya tengo
la flecha preparada; sin embargo, no llego a soltarla. Frente a mi se alzan un
grupo de guerreras de Sermaye guiadas por Iara y mi abuela.
—¿Qué
hacéis aquí?—les espeto dispuesta a cargar contra ellas.
—Baja
el arma, Isthar—me ordena Iara.
—¡No
me llames así!—casi grito—¿Qué habéis hecho con la vieja Pemba y los demás?
—Sacrificarlos
a la diosa madre por traidores—responde Esther, la que alguna vez fue mi abuela,
mandando a un par de guardias que cojan a Peter. Lo llevan frente a mí sin que
yo pueda hacer nada.
—¡Soltadlo!—exijo.
Mis
manos se tambalean y la ira arde en mi pecho. Tenso el arco y apunto en
dirección al corazón de Iara. Sé que fallaré, pero con la daga que guardo en el
cinturón seguro que acierto.
—No
estás en posición de dar órdenes precisamente. Puedo hacer que toda tu nueva
vida arda ante tus ojos. Con una sola orden Enna y esos yasak se consumirían en
las llamas—explica Esther.
—Es
un farol. No harás daño a tu hija—respondo, impasible en apariencia.
—Ponme
a prueba. Hace tiempo que Enna dejó de significar nada para mí.
Sus
palabras son corroboradas con los gritos de mi familia que provienen del
interior y pierdo la concentración, haciendo que la flecha se pierda entre la
inmensidad.
—¿Qué
queréis que haga?—pregunto.
—¡Suelta
el arco y sométete a la sociedad de una vez!—grita mi antigua abuela.
Yo
obedezco y me dejo llevar por las guardianas al lado de Peter. Iara coge el
arco y lo prende, arrojándolo sobre el techo de mi casa, que arde ante mis
ojos. Me han engañado. Quiero desprenderme de los brazos que me sostienen e ir
a socorrerlos pero, por más que pataleo, no puedo. Hago un intento por sacar la
daga de mi cinturón, pero termina en mi cuello. Escucho los gritos desesperados
de mi madre y hermanos y me siento impotente. No puedo moverme. Chillo sus
nombres intentando hacer algo por ellos mientras mi rostro se baña por las
lágrimas. Soy incapaz. El tejado de la vivienda se desploma sobre ellos y dejo
de escuchar sus súplicas desesperadas. Minutos después, un silencio sepulcral
invade lo que, hasta día de hoy, fue un lugar tranquilo. Estoy segura de que
han muerto, todos. A partir de ese instante, el mundo se detiene y, antes de
marcharnos, veo cómo Iara arroja un objeto redondeado a la hoguera, que brilla
mostrando una «S» y un «666». He sido yo, yo las he conducido hasta aquí.
¿Quién me mandaba? Cierro los ojos con la esperanza de despertar de una
pesadilla.
Al
abrirlos me encuentro en la sala del templo situada antes de la tribuna que da
al campo de sacrificios. Intento incorporarme sin conseguirlo. Varias cuerdas
me mantienen atada al diván y estoy convencida de que no podré escapar. Un rato
más tarde aparecen dos guardias que me desatan y me acompañan a las escaleras
que dan a la arena. Al llegar abajo ponen sobre mis manos una daga y se
marchan. Dirijo la vista hacia el estrado, tratando de vislumbrar la silueta de
alguna de las consejeras. Por primera vez, las encuentro a todas reunidas, con
la mirada clavada en mí.
—Isthar,
por ser nieta de una de las consejeras se te perdona la vida pero ya no podrás
acceder al cargo. Tras hacer el sacrificio, ingresarás en el templo que hay más
allá de las montañas que rodean Sermaye y dedicarás tu vida a honrar a la diosa
madre a la que ofendiste con tu traición.
No
respondo ni hago ningún movimiento. Sólo un gesto de desafío en la mirada. Otra
vez me tiembla el cuerpo cuando veo cómo la puerta que tengo frente a mí se
abre. Las dos guardias acompañan a mi
víctima y lo arrodillan ante mí. La rabia me invade al ver que se trata de
Peter.
Ya
han decidido mi futuro. Parece que el mundo se empeña en convertirme en una
asesina, en que renuncie al amor. Y yo no quiero hacerlo. Me niego a seguir los
pasos de la Costilla de Eva y tampoco pretenderé borrar los crímenes que caen
sobre mi ascendencia con la sangre. Me arrodillo a Peter y le susurro unas
palabras de despedida al oído. Después le beso y me parece como siempre, como
cuando estábamos en el bosque o en casa. Las lágrimas de deslizan sobre
nuestros rostros porque estamos convencidos de que este será el último que nos
demos. El mundo, que se había detenido durante estos breves instantes, resurge.
La tribuna está horrorizada ante mi gesto de rebeldía, pero no me importa. Me
da igual lo que piense el mundo. No me dejaré dominar por él, no volveré a
pertenecerle.
Vuelvo
al principio de la historia que comenzó hace un año y que terminará en unos
segundos. Hoy estoy segura de que hay errores que ni con tu sangre puedes borrar,
sé que hay situaciones que ni con todo el oro de Kadinlar se pueden comprar y
también conozco amores que pase lo que pase no puedes dejar de sentir. Mi
nodriza Marla estaba en lo cierto. Me reconforta pensar que moriré habiendo
sentido ese pálpito desenfrenado que se siente al estar enamorado y me alegra
pensar que el primero y el último en rozar mis labios fue Peter. Le dirijo una
última mirada y, a continuación, me vuelvo hacia la tribuna, sonrío, alzo la
daga y corto las venas de mis muñecas. La sangre comienza a salir y, antes de
caer y cerrar los ojos para no volver a abrirlos, grito unas últimas palabras
exhalando mi último aliento: «Hunc ego
fidem».
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