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lunes, 14 de diciembre de 2015

Tempestad en sangre

           Hay muchos tipos de encierro, muchas formas de llanto y varias razones para ser incapaz de alzar el vuelo. Algo me oprime, invisible, me ahoga y me corta el aliento. Tengo miedo, porque las paredes se estrechan, me impiden respirar y ni siquiera sé si son reales o tan sólo una mala pasada de mi imaginación. No hay puerta o, por lo menos, no puedo alcanzarla porque una enorme barrera etérea se cierne ante mi tembloroso cuerpo, embargado por un llanto que persiste, implacable, y que no consigue llenar con su agua el profundo vacío de esa cavidad que debía bombear sangre y a la que, alguna vez, a alguien se le ocurrió llamar corazón.
            Las aguas que noto brotar de mis ojos y acariciar con delicadeza  mis mejillas son mansas, aunque hay algo que las turba y las convierte en un remolino en medio de un mar en plena tempestad y los rayos que caen de sus nubes duelen, un dolor agudo y extraño en aquella honda oquedad que perfora el lado izquierdo de mi pecho.
            Quiero gritar, suplicando que esa tortura cese, que se abran los grilletes incorpóreos que me clavan al suelo, frente a una espantosa realidad que ya no puedo seguir soportando. Nadie me oye a pesar de que hablo a voces, y me frustra. Pido volar pero no por mí, únicamente pretendo no acabar convertida en millones de pedazos diminutos que no podré unir y que terminarán mezclándose con las aguas de un fondo marino que se afanan en hundirme. Y eso es algo que nadie, salvo yo, sabe.
            Soy pájaro, no sé si para bien o para mal, lo soy, y pretendo seguir siéndolo. Y las aves no vuelan si les cortan las alas y les obligan a ser peces. Estoy cansada de nadar, de sucumbir a las tempestades de un océano bravío y verme superada por él una y mil veces. No nací para zambullirme entre tinieblas y no puedo cambiar mis sentimientos, al igual que sería inútil dominar los vientos que agitan lo que quiera que guarde más allá de mis huesos.
            No es muy grande mi anhelo porque en una ocasión respiré, volé alto como ningún animal haya hecho, y me gustó rozar el sol, sentir su calor. La caída me afligió, y aun hoy me atormenta, lo reconozco; sin embargo, daría lo que quiera que pudiera tener algún valor en este volátil mundo para volver a experimentar aquella euforia que me hizo creer que el órgano que me mantenía con vida podía tener algún sentido más allá de la simple existencia, que podía sosegar mi alma.
             Aquí abajo todo es demasiado frío y oscuro, al igual que se vuelven todos aquellos que cometen la insensatez de acercarse a mí. Irónico, ¿no? Y, a pesar de todo, no deja de tener sentido: la luz no se propaga del mismo modo en un cielo sin nubes que en un fondo marino sacudido se forma constante y violenta por una fuerza que escapa a toda medida. Quizá sea rabia, ira o impotencia. No estoy segura porque, cuando comienza el vendaval, lo único que pretendo es esconderme dentro de mí misma con la esperanza de que mis lágrimas no aumenten y no me paro a pensar sobre detalles tan insignificantes como lo que se pasa por mi mente antes de la sacudida.
            A menudo es un tsunami y en otros momentos en los que no me quedan energías para continuar mis lamentos, no es más que un terremoto si bien las consecuencias no dejan de ser devastadoras y mi cuerpo se agita como un edificio antes de caer a causa de un poder superior y, no en pocas ocasiones, se derrumba, los pedazos se desperdigan por el suelo, con cada sacudida más pequeños.
            Hoy fue diferente, la tormenta ha escampado y estoy rota, llevo rota demasiado tiempo, y creía que había conseguido sanar los desgarros que esconde mi cuerpo y desangran mi alma, y no es así. No me quedan más lágrimas de sangre. Me encuentro atrapada en mitad de un océano en calma, convertida en pez y con mis alas, mis brillantes alas de luz, desplumadas y arrastradas por el fondo marino. Tenía razón, no podré reparar los destrozos que ha causado mi ira, mi rabia y mi impotencia porque en este preciso instante sé que en cada sacudida se entremezclaban formando una mezcla explosiva.
            Tiemblo y me hago un ovillo. Mi piel está fría, no irradia calor, y se torna más oscura por momentos. Cierro los ojos para evitar mirarme porque, cada vez que lo hago, un gran escalofrío me recorre de arriba abajo y se me forma un gran nudo en la garganta al ver en lo que me he convertido, lo abrupta que se ha vuelto mi esencia y lo fácil que es ahora sangrar al acercarse a mi. Sigo llorando, sin ser consciente de ello, arrepentida de no haber podido escapar a tiempo, antes de que terminara convirtiéndome en alguien que no soy yo, cuyo solo roce puede herir mortalmente.
            No fui yo. Nunca quise nada de esto; quería volar con un corazón intacto, que tuviera algún sentido poseer. No tengo la culpa, las olas moldearon mi costa, con cada latido de un corazón inerte. Ellas, no yo.

           La única culpable fue la tormenta de lágrimas que tiñó mi mar de sangre.

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