Me incorporo precipitadamente con
los ojos muy abiertos. Vuelvo a dejarme caer sobre el cojín al notar un fuerte
dolor de nuca e, instantáneamente, me paso la mano tras el pelo y noto una
venda calada de sangre que necesita un cambio. Estoy segura que, al igual que
mis dedos, el cojín también habrá quedado impregnado por aquel color carmín.
Por suerte, no creo haberme roto nada a pesar de que me he golpeado con más de
treinta escalones.
—A
los dieciséis años las jóvenes que tienen algún miembro de su familia en el Consejo,
pasan por un periodo de adiestramiento de dos años que comienza con el
sacrificio del yasak y finaliza con su nombramiento como consejera—me explica
Iara.
—Pues
me parece que a mi abuela se le olvidó mencionar ese detalle—digo, sin
importarme las formas. Ya hace tiempo que dejó de importarme.
—¿Es
cierto, Esther?
Entonces
recuerdo lo que tendré que hacer dentro de unas horas, cuando me haya repuesto
del golpe y, después de mirar a ese chico a los ojos, estoy convencida de que
no quiero hacerlo.
—Pues
claro que no—responde ella, tan digna como acostumbra, cogiéndome de la muñeca.
Esa
es mi oportunidad. Tal vez tenga que ir a una ridícula escuela para convertirme
en algo que he detestado con toda mi fuerza desde que era niña, pero me niego a
convertirme en una asesina. En ese momento, emito un gran grito con el que
pretendo empezar mi función. Si creen que no estoy en condiciones ni para
sostener el arma no podré hacerlo, por lo que pretendo fingir una lesión en la
muñeca. Sé que mi mentira no durará mucho porque llamarán a la curandera y
descubrirán la farsa, a no ser que lo esté en verdad.
—¿Qué
ocurre?—pregunta Ingrid, la consejera más veterana, entrando junto a Cassandra,
la más joven.
—Suelta
la muñeca—le grito con aspereza a mi abuela y un cierto tono de amenaza.
Ella
tarda unos segundos en obedecer. Está sorprendida por la actitud que estoy
mostrando aunque ya se puede ir acostumbrando porque no voy a cambiarla.
—¿Qué
ocurre?—insiste Ingrid, acariciándome el pelo.
—No
me toques—le digo.
Después
salgo corriendo hacia la izquierda y aparezco en la tribuna. Allí hay otras
siete miembros del Consejo contemplando a la chica que acaba de rebanar el
cuello a un chico de su misma edad. «Hunc
ego fidem», grita, agitando la cabeza de su víctima con orgullo. Al ver la
sangre, no puedo evitar vomitar. Las funcionarias me miran extrañadas. Antes de
correr, escucho mi nombre, aunque no hará que me detenga. Entro en la
habitación de la que intenté salir y, esta vez, sí lo consigo.
—¡Ettie!—me
llama mi abuela.
Tampoco
me detengo en ese momento. Me encuentro en un pasillo alargado, con muchas
estancias y, pese a que no sé lo que hay en algunas, eso no me importa.
Recuerdo haber estado allí cientos de veces tiempo atrás con mi abuela. Corro
hasta llegar a un cuarto pequeño y cierro la puerta. Agarro mi muñeca dispuesta
a romperla y respiro. A pesar de la decisión que he mostrado antes, no estoy
segura de querer soportar aquel dolor. «No seas cobarde, Ettie», me digo, «Lo
haces para no convertirte en una asesina», «El sufrimiento que supone una
muñeca rota no puede igualarse a la agonía de sentir todas las venas de tu
cuello romperse», insisto, «Lo tuyo sanará, lo de ellos no». Sin pensar más,
respiro hondo y tiro con fuerza. El hueso suena y yo grito mientras me hago un
pequeño ovillo en el suelo, a la espera de que alguien escuche mi llamada.
Lloro sin parar, produciendo gritos desgarrados cada poco tiempo. ¿¡Cómo se me
ha ocurrido!?
CONTINUARÁ...
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