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domingo, 24 de abril de 2016

Cosmos y Caos: el último mito

            ¡Hola a todos, mis queridos unicornios! Después de casi un mes sin volver por aquí, os traigo un relato especial, mi pequeño orgullo, el primero que gana algo (aplaudamos) y espero que os guste:

            Y el mundo estalló; sin más; sin darnos tiempo a buscar un lugar al que huir. ¿Por qué? Digamos que las rivalidades entre dioses nunca fueron buenas y poco podemos hacer los mortales para evitar que se produzcan. De hecho, diría que las provocamos.
            Mi nombre es Anthea y soy la única que pudo escapar de la ira divina. Sé que debería considerarme afortunada de que el gran Zeus accediera a acogerme en su palacio de etéreas nubes que cualquier humano habría dado la vida por ver.
            Pero no soy como los demás y el poderoso Dios de dioses no es tan benévolo como nos hicieron creer. Mi historia es curiosa, la del fin del mundo también, y Eros quiso que estuvieran más ligadas de lo que habría deseado. Y aquí estoy, oculta en las tinieblas de las ruinas de un palacio de luz, dispuesta a contar un mito, el último mito…el de la destrucción del mundo.
            Recuerdo la mañana en que comenzó todo. El verano estaba próximo y el calor se volvía cada vez más asfixiante. Tendría unos dieciséis años, o eso creo—aquí arriba es difícil medir el tiempo—. Vivía con mis padres y mis dos hermanos en una florida villa a las afueras de Corinto. Las tardes las pasaba mirando hacia el cielo, siguiendo el recorrido del Sol, y escribiendo poemas que, a ojos ajenos, resultaban bellos. Mi fama no tardó en cruzar el Ponto y extenderse por toda la Hélade.
            Fui única, irrepetible, hermosa. Llegué incluso a creerme la predilecta del Panteón y merecedora de un suntuoso palacio en la misma cima del monte Olimpo. Fueron precisamente mi ego desmedido, mis propias atribuciones y las de las personas que, aun sin conocerme, me consideraron digna del mismo Zeus, las que hicieron que él viniese a buscarme.
            —Ven conmigo. Juntos gobernaremos la bóveda celeste—dijo, y extendió su mano.
            Estaba loco.
            Y yo.
            Tomé su mano y lo seguí, ignorando a aquella voz que me gritaba, en un intento desesperado por sobrepasar mi egolatría, que recobrara la cordura y comprendiera que a sus ojos no era más que una diversión que con la edad perdería su encanto. Me elevó hasta el lugar más bello que había visto nunca. Me tendió sobre un lecho de flores y me colmó de honores, olvidando, como en tantas otras ocasiones, a su celosa esposa Hera.
            Un cuco surcó el cielo y en las mismas nubes creí ver dibujado el rostro enfurecido de la diosa y la promesa de hacerle pagar a Zeus la falta que había vuelto a cometer al acostarse conmigo. Zeus también gritó y el cielo se volvió oscuro y las caras de los demás dioses se dibujaron con estrellas. Estaban hartos, de él, de sus amantes, y de los gritos de su mujer. La lucha se desencadenó, los dioses se posicionaron en ambos bandos y los mortales sufrieron terribles tormentos antes de quedar consumidos por las llamas de un rayo fallido, y los templos y altares ardieron con ellos, sin que a ninguno de los que habían sido sus protectores les importara. Fue el caos; aquello que una vez dio lugar al orden terminaba con su creación.
            Zeus me escondió en las tinieblas de su palacio cuando lo único que necesitaba era luz, ofreciéndome el mundo, que sucumbía a las llamas, y realizando promesas que jamás podría cumplir. Los dioses son así.
            —Quédate aquí. Cuando todo esto acabe, volveré por ti, mi amada Anthea.
            Yo asentí, encogí las piernas y escondí la cabeza entre ellas, temerosa de que la gran Hera pudiese encontrarme. Temblaba y estaba aterrada. Ni cuando el cosmos se vino abajo me asusté tanto. Siempre me había considerado valiente…hasta ese día. Y el templo que había construido en honor a mí misma se fue desmoronando piedra a piedra con cada grito de horror que llegaba a mis oídos.
            Hacía frío y mis dientes entrechocaban unos contra otros de forma incesante. Entonces algo me arropó, echándose sobre mi espalda para guardar el calor.
            —¿Quién va?—pregunté.
            —El Caos, mi Señora. Para servirle.
            La respuesta me resultó cuando menos curiosa y esbocé una tímida sonrisa.
            Zeus no regresaba lo que no hacía sino incrementar mi ridículo temor a que hubiese muerto, aun sabiendo que era inmortal, aunque en las luchas entre dioses nunca debes dar nada por hecho. Mi único alivio era Caos, aquel que me escuchaba en silencio sin pretender nada más que hacerme sentir mejor. Con el paso del tiempo la idea de que uno de los dioses hubiera matado a «mi amado» ya no me preocupaba. La razón y la locura que me habían llevado a aquella situación se fueron desvaneciendo, al igual que los efectos de una indeseada flecha esquiva de Cupido y demasiadas alabanzas carentes de merecimiento.
            En ocasiones, mi intangible compañero me hablaba de la guerra de dioses y yo lo escuchaba sin interrumpirle. Los interminables días se sucedieron y,  en uno de ellos reparé en que la amistad que existía entre Caos y yo se había convertido en deseo, luego en amor… hasta dar paso a una necesidad irrefrenable de fusionar nuestras dos esencias en una sola. Quizá hubiera funcionado: él era el desorden y yo lo provocaba. Estábamos hechos el uno para el otro.
            Hasta que Zeus nos descubrió, y la euforia de la victoria y el confinamiento de su legítima esposa Hera en lo más profundo del Tártaro no sirvió para empañar la furia que, por poco, me cuesta la vida. De no ser por Caos, y su desenfrenado amor hacia mí, estaría muerta. A decir verdad, lo hubiera preferido a una vida solitaria en una prisión de asfixiante vacío.
            Se desencadenó la lucha: creación y destrucción; luz y oscuridad; amor y deseo, pero no me había atrevido a decir el papel que representaba cada uno. Con cada golpe que recibían, una parte del mundo se resquebrajaba al desequilibrarse la balanza en cuyos extremos se habían situado los dos adversarios.
            Pero los golpes de Caos fueron más certeros.
            Cuando Zeus cayó, el resto de dioses murieron con él porque, a pesar de su inmortalidad, no hay nada que pueda escapar de la destrucción desmedida, ni siquiera ella misma. Caos desapareció, sin despedirse, y fue a reposar a los pies de Zeus.
            Hubo silencio.
            Y el mundo estalló.
            Ahora no queda nada, tan solo mi esencia, en la más absoluta soledad. Una triste mortal más eterna que muchos dioses y con la fuerza necesaria, tal vez, para crear mi propio mundo. Extraño a Caos y quizá esa sea la única razón que me haga sentir una diosa, el creer que volverá a mi lado para ser mi oscuridad, mi sombra, al igual que una vez lo fue de Zeus.

            Así que, aquí estoy, Anthea, la Diosa del Nuevo Mundo, eros y caos, luz y sombra, dispuesta a crear de la nada para no desaparecer.

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