¡Hola a todos, mis queridos unicornios! Después de casi un mes sin volver por aquí, os traigo un relato especial, mi pequeño orgullo, el primero que gana algo (aplaudamos) y espero que os guste:
Y
el mundo estalló; sin más; sin darnos tiempo a buscar un lugar al que huir.
¿Por qué? Digamos que las rivalidades entre dioses nunca fueron buenas y poco
podemos hacer los mortales para evitar que se produzcan. De hecho, diría que
las provocamos.
Mi nombre es Anthea y soy la única
que pudo escapar de la ira divina. Sé que debería considerarme afortunada de
que el gran Zeus accediera a acogerme en su palacio de etéreas nubes que
cualquier humano habría dado la vida por ver.
Pero no soy como los demás y el
poderoso Dios de dioses no es tan benévolo como nos hicieron creer. Mi historia
es curiosa, la del fin del mundo también, y Eros quiso que estuvieran más
ligadas de lo que habría deseado. Y aquí estoy, oculta en las tinieblas de las
ruinas de un palacio de luz, dispuesta a contar un mito, el último mito…el de
la destrucción del mundo.
Recuerdo la mañana en que comenzó
todo. El verano estaba próximo y el calor se volvía cada vez más asfixiante.
Tendría unos dieciséis años, o eso creo—aquí arriba es difícil medir el tiempo—.
Vivía con mis padres y mis dos hermanos en una florida villa a las afueras de Corinto.
Las tardes las pasaba mirando hacia el cielo, siguiendo el recorrido del Sol, y
escribiendo poemas que, a ojos ajenos, resultaban bellos. Mi fama no tardó en
cruzar el Ponto y extenderse por toda la Hélade.
Fui única, irrepetible, hermosa.
Llegué incluso a creerme la predilecta del Panteón y merecedora de un suntuoso
palacio en la misma cima del monte Olimpo. Fueron precisamente mi ego
desmedido, mis propias atribuciones y las de las personas que, aun sin
conocerme, me consideraron digna del mismo Zeus, las que hicieron que él viniese
a buscarme.
—Ven conmigo. Juntos gobernaremos la
bóveda celeste—dijo, y extendió su mano.
Estaba loco.
Y yo.
Tomé su mano y lo seguí, ignorando a
aquella voz que me gritaba, en un intento desesperado por sobrepasar mi egolatría,
que recobrara la cordura y comprendiera que a sus ojos no era más que una
diversión que con la edad perdería su encanto. Me elevó hasta el lugar más
bello que había visto nunca. Me tendió sobre un lecho de flores y me colmó de
honores, olvidando, como en tantas otras ocasiones, a su celosa esposa Hera.
Un cuco surcó el cielo y en las
mismas nubes creí ver dibujado el rostro enfurecido de la diosa y la promesa de
hacerle pagar a Zeus la falta que había vuelto a cometer al acostarse conmigo.
Zeus también gritó y el cielo se volvió oscuro y las caras de los demás dioses
se dibujaron con estrellas. Estaban hartos, de él, de sus amantes, y de los
gritos de su mujer. La lucha se desencadenó, los dioses se posicionaron en
ambos bandos y los mortales sufrieron terribles tormentos antes de quedar
consumidos por las llamas de un rayo fallido, y los templos y altares ardieron
con ellos, sin que a ninguno de los que habían sido sus protectores les
importara. Fue el caos; aquello que una vez dio lugar al orden terminaba con su
creación.
Zeus me escondió en las tinieblas de
su palacio cuando lo único que necesitaba era luz, ofreciéndome el mundo, que
sucumbía a las llamas, y realizando promesas que jamás podría cumplir. Los
dioses son así.
—Quédate aquí. Cuando todo esto
acabe, volveré por ti, mi amada Anthea.
Yo asentí, encogí las piernas y
escondí la cabeza entre ellas, temerosa de que la gran Hera pudiese
encontrarme. Temblaba y estaba aterrada. Ni cuando el cosmos se vino abajo me
asusté tanto. Siempre me había considerado valiente…hasta ese día. Y el templo
que había construido en honor a mí misma se fue desmoronando piedra a piedra
con cada grito de horror que llegaba a mis oídos.
Hacía frío y mis dientes
entrechocaban unos contra otros de forma incesante. Entonces algo me arropó,
echándose sobre mi espalda para guardar el calor.
—¿Quién va?—pregunté.
—El Caos, mi Señora. Para servirle.
La respuesta me resultó cuando menos
curiosa y esbocé una tímida sonrisa.
Zeus no regresaba lo que no hacía
sino incrementar mi ridículo temor a que hubiese muerto, aun sabiendo que era
inmortal, aunque en las luchas entre dioses nunca debes dar nada por hecho. Mi
único alivio era Caos, aquel que me escuchaba en silencio sin pretender nada
más que hacerme sentir mejor. Con el paso del tiempo la idea de que uno de los
dioses hubiera matado a «mi amado» ya
no me preocupaba. La razón y la locura que me habían llevado a aquella
situación se fueron desvaneciendo, al igual que los efectos de una indeseada
flecha esquiva de Cupido y demasiadas alabanzas carentes de merecimiento.
En ocasiones, mi intangible
compañero me hablaba de la guerra de dioses y yo lo escuchaba sin interrumpirle.
Los interminables días se sucedieron y,
en uno de ellos reparé en que la amistad que existía entre Caos y yo se había
convertido en deseo, luego en amor… hasta dar paso a una necesidad irrefrenable
de fusionar nuestras dos esencias en una sola. Quizá hubiera funcionado: él era
el desorden y yo lo provocaba. Estábamos hechos el uno para el otro.
Hasta que Zeus nos descubrió, y la
euforia de la victoria y el confinamiento de su legítima esposa Hera en lo más profundo
del Tártaro no sirvió para empañar la furia que, por poco, me cuesta la vida.
De no ser por Caos, y su desenfrenado amor hacia mí, estaría muerta. A decir
verdad, lo hubiera preferido a una vida solitaria en una prisión de asfixiante vacío.
Se desencadenó la lucha: creación y
destrucción; luz y oscuridad; amor y deseo, pero no me había atrevido a decir
el papel que representaba cada uno. Con cada golpe que recibían, una parte del
mundo se resquebrajaba al desequilibrarse la balanza en cuyos extremos se
habían situado los dos adversarios.
Pero los golpes de Caos fueron más
certeros.
Cuando Zeus cayó, el resto de dioses
murieron con él porque, a pesar de su inmortalidad, no hay nada que pueda
escapar de la destrucción desmedida, ni siquiera ella misma. Caos desapareció,
sin despedirse, y fue a reposar a los pies de Zeus.
Hubo silencio.
Y el mundo estalló.
Ahora no queda nada, tan solo mi
esencia, en la más absoluta soledad. Una triste mortal más eterna que muchos dioses
y con la fuerza necesaria, tal vez, para crear mi propio mundo. Extraño a Caos
y quizá esa sea la única razón que me haga sentir una diosa, el creer que
volverá a mi lado para ser mi oscuridad, mi sombra, al igual que una vez lo fue
de Zeus.
Así que, aquí estoy, Anthea, la
Diosa del Nuevo Mundo, eros y caos, luz y sombra, dispuesta a crear de la nada
para no desaparecer.
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