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lunes, 22 de diciembre de 2014

LA COSTILLA DE EVA (parte 8)

            «Asesina». Me levanto gritando. Mi cuerpo aún tiembla y no puedo borrar de mi mente esas imágenes. Mi espada manchada con la sangre de un niño, la cabeza a unos metros por detrás y el cuerpo de mi víctima convulsionándose hasta quedar inmóvil, con un charco carmín bajo él. Aun recuerdo mi cara, mi gesto de satisfacción, y mi sonrisa.
            No quiero ser así. Yo no soy así.
            Alguien llama a la puerta. Intento calmarme. Entra Peter y se queda apoyado en el vano de la puerta.
            —¿Qué quieres?—pregunto.
            —Ha venido alguien—responde, con esa mirada penetrante que me hace sentir algo que todavía no puedo identificar.
            —¿Y qué?—le espeto con frialdad.
            —Quiere hablar con…—aparto la vista de él, indignada—Está bien…no me trates así. Hagamos una tregua.
            Le miro con recelo antes de sellar el pacto. Después, ambos bajamos al piso de abajo donde se encuentran mis padres y hermanos, que se lanzan a abrazarme.
            —Lo siento. No podía soportar la idea de pertenecerles—susurra mamá con lágrimas en los ojos.
            —Tú no tienes la culpa—respondo.
            —Pero no debí abandonarte. Tenía que haber permanecido a tu lado. Tenías derecho a crecer con una madre.
            —No pasa nada…te comprendo—le digo.
            Ella parece más relajada, aunque yo no. Intento disimular, forzando una sonrisa. No sé por qué lo he dicho y no es que no pueda entenderla, es que los recuerdos de mi pasado son horribles. Cada noche me despierto acosada por las pesadillas.
            A partir de ese momento, decido perdonarles y empezar una nueva vida de escondida junto a ellos. No vale de nada guardarles rencor por algo que ya sucedió y no tiene remedio. Me llevan a mi nuevo hogar y me enseñan mi habitación. En unos días, y con mi ropa nueva, ya no quedan restos de mi pasado, salvo el pelo, que corto por encima de los hombros en cuanto se me presenta la oportunidad. Todos dicen que me sienta bien. El tiempo pasa y cada vez me siento más unida a Peter y sé que él también lo está. Entre los dos está surgiendo algo que soy incapaz de identificar. Al cabo de unos meses, hacemos pequeñas excursiones al exterior de la montaña para cazar y recolectar bayas y raíces. Me siento bien. Por primera vez en mi vida no me siento atada a nada y soy feliz.
            —¿Sabes lo que significa ese colgante que llevas al cuello?—me pregunta una tarde en la que contemplamos cómo el sol se pone. Yo niego— Es la identificación que nos dan a los chicos en los campos de trabajo.
            No sé qué responder. Estoy desconcertada. Es la primera vez que Peter me cuenta algo de su pasado. ¿Y qué le digo?
            —Lo siento.
            ¿Por qué he dicho eso? ¿En qué estoy pensando?
            —No puedes ni imaginarte lo horribles que son esos lugares, sobre todo para los más pequeños. Muchos de ellos mueren antes de ponerse a trabajar. ¡Mejor para ellos!—me responde con amargura.
            Y yo qué le respondo ahora. Diga lo que diga voy a meter la pata así que lo mejor será que me mantenga callada. Peter tiembla, tiene ganas de llorar. Me acerco a él y le tomo de la mano.
            —¡Nos matan, Ettie! ¡Para Kadinlar no somos nadie! Nos lo quitan todo y después nos echan a la arena para que nos matéis. No puedes hacerte una idea de lo que es acostarse con el miedo a que a la mañana siguiente tengas una espada en la garganta. Ninguna de vosotras puede hacerse una idea de lo que significa ser…¡Qué digo ser! No somos nadie, no importamos a nadie y no valemos nada. Existimos para que vosotras sigáis vivas, no servimos para otra cosa.
            —Te equivocas. Para mí sí eres alguien; me lo has devuelto todo.
            Él me mira extrañado, con un brillo diferente, se acerca a mí y me besa. Nuestros labios se funden en un solo y ya comprendo lo que significa la palabra amar. Ya entiendo esa sensación que en un primer momento fue tan solo una atracción y que hoy se ha convertido en algo más. Me acaricia el pelo y yo hago lo mismo. Al fin sé lo mucho que he echado en falta esa sensación que jamás imaginé que podría sentir. Ya no tiembla, y sé que ya no tiene ganas de llorar. Cuando nos separamos, continuamos abrazados un tiempo antes de regresar a casa.
            —¿Volvemos?—me pregunta.
            —Vete yendo. Ahora te alcanzo.
            En cuanto Peter se pierde en la espesura, agarro el colgante y lo arrojo lo más lejos que puedo. Cae rodando colina abajo hasta desaparecer. Mejor. Ya no lo necesito.


CONTINUARÁ...

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  • Crónicas de la Torre, la maldición del Maestro. Laura Gallego
  • Crónicas de la torre, Fenris, el elfo. Laura Gallego
  • Cuatro muertes para Lidia. Enrique Páez
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  • Días de lobos. Miguel Luis Sancho
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  • El libro de los portales. Laura Gallego
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