Y en aquel reino había un castillo. Allí vivía un príncipe, solo, encerrado en su habitación, mirando por la ventana de su habitación la luna creciente. Y el príncipe lloraba, pese a que lo tenía todo y había vivido toda clase de aventuras, sentía que le faltaba algo. Se había enamorado de la Dama de Espuma. Aquella mujer que había visto una vez desvanecerse en el agua del océano, y que se había llevado una parte de él con ella. No sabía cómo explicarlo. Simplemente la necesitaba, pero sabía que no podría llevarla a su castillo. Ella era parte del mar, aparecía y se desvanecía cada vez que el agua chocaba contra las rocas y, sin embargo, aquel príncipe había sido capaz de percibirla y había perdido el juicio por ella. Y ya no veía el sentido a quedarse en su torreón aguardando a verla aparecer, así que cogió su caballo y abandonó su tierra para ir a buscarla.
Llegó a la costa y siguió su camino, hasta llegar a un viejo acantilado. Descendió del caballo y se acercó al borde. Y otra vez vio a la Dama, y de nuevo volvió a desaparecer.
—Me enamoré de vos. ¿Cómo puedo llegar hasta tí?—gritó el príncipe al verla de nuevo.
El viento chocó contra su rostro y creyó sentir cómo ella le besaba. «Salta», creyó oír. Y, sin pensarlo dos veces, se arrojó por el acantilado y su cuerpo se hundió en el fondo. Pero no había ninguna Dama de la Espuma para recibirle.
Hay veces en las que nos dejamos llevar a la locura
y , en ocasiones, esa es nuestra perdición.
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