A veces llegamos a un punto en el que todo se vuelve oscuro, en el que seguir adelante nos supone dar vueltas en círculos durante más tiempo del que habríamos esperado para darnos cuenta de que nos encontramos en el mismo lugar de la partida. Entonces lo que hagamos nos parece absurdo y tenemos la sensación de que nunca podremos ver la luz. Ese pensamiento nos asusta y el agobio que nos tiene presos aumenta.
El corazón palpita demasiado deprisa, y cada uno de sus latidos nos resuena en la nuca, acrecentando nuestra angustia. El pecho se encoge y el aire que entra hacia nuestros pulmones nos hiere y tenemos la sensación de que es mejor dejar de respirar por un segundo.
Buscamos un lugar en el que refugiarnos y llegamos a la dolorosa conclusión de que ningún lugar más allá de nosotros mismos nos dará el calor que necesitamos. Porque en ese instante estamos solos y la palabra soledad no nos resulta tan etérea. Entonces es cuando nos encogemos para recuperar la postura que adoptamos los nueve primeros meses de vida. Y funciona. El calor vuelve, aunque lo que sentimos entonces es que estamos tibios, que nuestra piel está fría y bajo esta ardemos.
Durante todo aquel tiempo, los ojos han podido ser cascadas igualables al Salto del Ángel sin ser nosotros conscientes, o estar más secos que el Sahara. Lo que sí notamos es el escozor, nos arden cada una de las ideas que pasan por nuestra mente y parecen que fueran del ácido más potente del mundo. Cuando viene la calma, las pestañas se nos pegan para inducirnos hacia un sueño que nos haga olvidar que ese ha sido el momento más duro de nuestra vida.
Tenemos la percepción de que cada una de las palabras de fuego que hemos emitido nos haya perforado la garganta, porque tenemos ese incómodo y célebre nudo que nos corta la respiración. Dicen que luego se deshace pero yo tengo mis dudas. Seguro que se queda en alguna parte esperando a que volvamos a convertirnos en dragones para asegurarse de que, en ese preciso momento, nos impida respirar. Quizá alguna vez lo consiga.
Ya han pasado varios minutos y la calma termina adueñándose de la tempestad. Estamos fríos aunque creamos que ardemos y los ojos están irritados, pero el color de nuestras mejillas desaparece, la energía se va con él, y lo único que sentimos es que una excavadora nos acaba de pasar por encima y no queremos hacer nada que no sea dormir... dormir con la esperanza de olvidar la furia, de crear la vaga ilusión de que todo no es tan asquerosamente oscuro como lo pintábamos y que, tal vez, la luz sea algo más que una quimera para los desesperados.
Aunque nadie dijo que fuera cierto.
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miércoles, 21 de octubre de 2015
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