Cuando el profesor de matemáticas, el señor Pitágoras, entró en clase, todos los alumnos se pusieron en pie, excepto un niño diminuto situado en la última fila. Pitágoras se acercó a su mesa y le preguntó con una voz acostumbrada a las extrañas salidas del muchacho:
—¿Qué te pasa esta vez, Eurípides? ¿Porque no te has levantado al verme entrar?
—No he hecho los deberes—respondió con un hilo de voz.
El resto de sus compañeros se rieron hasta que Pitágoras alzó una mano con la que contuvo todas las carcajadas, se dirigió a su mesa y se sentó, sin apartar la mirada de Eurípides.
—A ver, muchacho, eso deberías habértelo callado ¿no crees? ¿Y si ahora te pido que me resuelvas el ejercicio?
—Pero el señor Aristóteles dice que...
—Como vuelvas a mencionar a ese hombre en mi presencia te expulsaré de la escuela—sentenció con voz firme.
—Pero el Liceo es suyo, no de usted...
Pitágoras golpeó la mesa con el puño cerrado y señaló con el dedo índice la pizarra. Eurípides se levantó y arrastró los pies hasta el encerado en el que anotó con una caligrafía temblorosa el ejercicio.
—Resuelve.
—Pero es que soy más de letras...verá como si habla con el profesor Esquilo...
—Dije que resuelvas.
—A ver,—se dijo para sí—si el coseno es algo...bah, eso lo último; pero si el seno...no importa...si uno es uno, ¿otra vez el coseno?
—¡Eurípides, el ejercicio!—gritó el maestro, antes de relajar el tono al ver la mirada perdida de su alumno—Es para hoy.
—¿Seguro que no quiere leer una de mis tragedias?
Ante la tajante negativa del maestro, Eurípides borró y volvió a borrar.
—¡Haz la tangente y te saldrá el ejercicio!
Eurípides se mordió el labio inferior y dibujó una circunferencia a la que cruzó una raya sobre la que escribió la palabra tangente. Pitágoras gritó.
—¡Esa no, Eurípides, la otra tangente!
Al ver la mirada perdida del joven, le quitó la tiza de las manos y le expulsó de clase.
—Ya casi lo tenía...—musitó mientras se dirigía hacia la puerta.
—¿El qué? ¿¡La cúspide de la estupidez humana!?
—¡Pero cómo iba a salirme por la tangente si no dejaba de gritar!
Mientras salía por la puerta, Pitágoras le arrojó la tiza y se dejó caer sobre la silla de su escritorio. Más le valía a ese muchacho ser tan buen escritor como decía porque, desde luego, ingenio no le faltaba.
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