Me llamo Asthea. Soy griega de formación y cretense de sentimiento. Mi pueblo, una vez elegido por Zeus, fue también objeto de la cólera de los dioses. La mitad de mi patria, Tera, quedó sumergida bajo el Ponto y la única razón por la que sigo viva es tan simple como despreciable: cuando oí la pierna de mi padre quebrarse, seguí adelante, sin mirar atrás, dejando en el camino las vidas de mi madre y mi hermana gemela. Aquel día la mitad de la isla se hundió y también lo hizo la mitad de mi corazón.
Preferiría haber muerto a vivir con el horror de perder a mi familia y ver como mi tierra era conquistada por los griegos. Yo también debería estar allí, junto a los cadáveres que se descomponen en el fondo del mar, y no aquí, en casa de un ateniense que no sabe lo que se siente al perder tu patria y tu familia.
A pesar del esfuerzo que hice por olvidar, los recuerdos de la mañana en que mi vida comenzó a perder sentido siguen ahí. Caminaba por las salas del palacio junto a mi hermana, hablando de lo que haríamos al cumplir la mayoría de edad. Soñábamos con embarcarnos en un viejo navío y surcar los mares en busca de aventuras similares a las que narraban los viejos marineros que llegaban al puerto. Ahora, la sola idea de contemplar las espumosas olas, me produce escalofríos. De hecho, no he vuelto a mirarlo porque estoy convencida de que, de hacerlo, solo vería los fantasmas de mi pasado dibujados con mano temblorosa en la espuma.
Aquella mañana me asomé a una balconada y llamé a Ariadna para que viniera. La figura del volcán que había al este de la isla quedaba cubierta por una tupida nube de humo gris.
—¿Qué crees que estará sucediendo?—pregunté.
—Quizás proceda del templo—me respondió.
Yo asentí. Muchas veces los rituales que llevaban a cabo las sacerdotisas impedían la visión de una parte del monte, pero no lo cubría al completo. En aquel instante acepté la idea de mi hermana y seguimos caminando sin darle demasiada importancia.
Un par de horas más tarde, la tierra tembló. Estaba con mis padres y Ariadna paseando por la playa cuando alguien gritó y fue secundado por otros más, y una marabunta de gente vino corriendo hacia nosotros desde el volcán, algunos con grandes quemaduras en los brazos cubiertas de ceniza.
—¡Ha despertado!—gritó uno, como respuesta a la pregunta que mi padre había formulado, tras ordenarnos que echáramos a correr también.
No tuve tiempo para pensar. Agarré a Ariadna de la mano, al tiempo que ella hacía lo mismo, y nos sumergimos en la multitud, camino del palacio que había en el centro de la isla. Nuestros padres llegaron poco después que nosotras, con aire fatigado, y tardaron un rato en localizarnos entre tanta gente.
Ese fue el principio, la lava deslizándose a gran velocidad por el cráter, sepultando las viviendas del puerto y cubriendo parte del mar. Durante dos horas escuchamos los gritos de las personas que no habían conseguido resguardarse a tiempo o que se habían encargado de sepultarse por sí mismas.
Mientras yo observaba lo que ocurría por una pequeña ventana en la que cabía un único observador, con el corazón desbocado y un nudo en la garganta, mi hermana se había hecho un ovillo en el suelo, con los oídos tapados y los ojos cerrados. Cantaba una melodía que nunca antes había escuchado y que no presagiaba sino una tragedia mayor. Su boca entonaba el canto de la muerte aunque ella estaba tan asustada que no debía de ser consciente de ellos, o tal vez sí. Los dioses hablaban a través de ella y lo que decían me produjo escalofríos:
Donde vayas, morirás,
no escapes, de nada servirá,
porque la lava todo lo cubrirá,
y el mar con el que soñabas,
medio corazón te sepultará.
Entonces no fui consciente de que pudiera referirse a mí y la idea de morir ahora me resulta hasta agradable.
Y sobrevino la calma.
Ariadna dejó de cantar, los niños interrumpieron su llanto y la lava se detuvo a las mismas puertas del palacio.
Una hora.
Dos.
Silencio. Nadie se atrevió a hablar.
Tres horas.
Cuatro.
Y el palacio se agitó de repente y los que estábamos de pie caímos al suelo. El techo del palacio se resquebrajó.
—¡Vámonos!—gritó alguien.
Mi madre nos detuvo y, entre os gritos de pánico y el ruido de las pisadas, nos obligó a quedarnos quietos en la esquina que se oponía a la puerta. El suelo comenzó a romperse y grandes trozos de piedra se desprendían sobre los cuerpos de aquellas personas que intentaban salir. Cuando la cabeza de un niño cayó ante nosotros, me invadió el pánico e intenté salir, sin éxito, por una de las ventanas. No sé lo que pensaba al hacerlo: en escapar, morir, o en nada...
Pronto nos quedamos a solas con la única compañía de los restos de aquellos incautos que habían pretendido una huida desesperada. El suelo aún temblaba cuando salimos. No supimos a dónde dirigirnos pero, al ver las extrañas formas que adquiría la lava al secarse, preferimos dirigirnos al oeste, caminando despacio, aún cerca de la costa.
Otra vez calma. El relajante sonido de las aguas al... ¿alejarse? Cuando miramos hacia atrás, todos nos quedamos extrañados, salvo Ariadna.
—¡Corred!—gritó, comprendiendo lo que sucedía.
Obedecimos y corrimos desesperadamente hacia el oeste, donde una larga grieta comenzaba a dividir la isla en dos. No nos habría costado cruzarla y casi lo habíamos conseguido todos cuando...
El mar apareció de la nada y sepultó el palacio. La grieta aumentó de tamaño y mi padre tropezó por los nervios y no fue capaz de volver a sacar el pie. Mi madre y Ariadna se quedaron a ayudarlo. Yo ni siquiera miré atrás hasta que la tierra volvió a temblar y vi cómo la otra mitad se hundía, Me dirigí al creciente abismo y me lancé hasta casi el borde. Logré coger la mano de Ariadna. Para mis padres era demasiado tarde pero a ella no la dejaría. No.
—¡No me sueltes!—gritó.
Y el abismo que había entre nosotras era cada vez más alto y su cuerpo más pesado. Llegó un punto en que quedó suspendida con el único agarre de mi mano, que no aguantaría mucho tiempo. El mar rugía a sus pies, dispuesto a llevársela consigo. No lo haría.
—¡No puedes levantarme!—gritó entre los bramidos de las olas—¡Déjame!
—¡No pienso hacerlo!—respondí.
—¡Pues lo haré yo! ¡No dejaré que mueras por mí!
—¡Si te sueltas me arrojaré contigo! No podría vivir en un mundo sin ti—contesté.
Y su mano se resbaló pero logré sostenerla.
—¡Suelta!—gritó, con lágrimas en los ojos y el fuerte convencimiento de que moriría.
—Te prometo que como te caigas me rajo las venas—sentencié.
—Ni se te ocurra. Fue un placer compartir mi mundo contigo. Te quiero.
Y se arrojó al mar. Grité. Lloré. Mi corazón dejó de latir un segundo y luego se aceleró.
—¡Vuelve!—grité, cuando el agua ya la había arrastrado mar adentro—¡Venga! No juegues conmigo, no te vayas. No puedes hacerlo, me oyes: ¡tienes que vivir! ¡Vive!
La mitad de mi corazón murió entonces y la única razón por la que la otra parte no lo hizo fue porque no tuve valor suficiente para rajarme las venas. Falté a la única promesa que le hice, dije que no podría vivir sin ella.
Y ya han pasado seis meses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario