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martes, 22 de noviembre de 2016

Más allá del tiempo

      Al caminar por la calle me pregunto qué aspecto tendría hace dos mil años y mi imaginación vuela, junto con el asfalto que se empeña en cubrir cualquier rastro de la naturaleza virgen de la que, una vez, aunque pretendamos olvidarlo, vinimos. Los edificios se caen, las farolas desaparecen y las fábricas que ahora me ahogan con su humo se evaporan. El cielo es de un azul claro, similar al que cualquier artista utiliza en recuerdo a una hermosura casi extinta.
      Cuando todo queda en blanco, respiro hondo y dibujo con mi lápiz los débiles trazos de una realidad que le aleja de mi tiempo. Un campo de cereal se extiende más allá de donde me alcanza la vista y para no detener el torrente de información nueva que comienza a fluir a través de mis sentidos descarto la idea de que la ciudad en la que vivo ni siquiera existía. ¿Y qué? Un dato sin importancia para una mente que desea evadirse del ruido monótono de semáforos y motores de coches.
      Estoy sola, a las afueras de una pequeña urbe romana sin importancia donde lo poco que veo pasar son carros cargados de mercancías por la única vía que conecta la urbe con el resto del Imperio; mis vaqueros han sido sustituidos por una túnica que me llega por los tobillos, llevo el pelo recogido en un complicado nudo de trenzas y un par de brazaletes en cada brazo (no me malinterpretéis, no pretendo ser surrealista pero ya que imagino, me visto de patricia).
      A la izquierda del camino se extiende un inmenso campo de cereal del que no distingo el final y el dorado se mezcla con el cielo como si ambos colores estuvieran destinados a estar juntos. Me detengo para descansar y fijo la vista en el único árbol que hay a ese lado. Un joven de mi edad me saluda con la mano pero desconozco quién podrá ser, lo que no evita que mi corazón se acelere y algo me dice que nos hemos visto antes. Devuelvo el saludo y sigo con mi paseo. Es más difícil de lo que podría haber imaginado caminar por encima de las enormes piedras que cubren la calzada y, cada vez que pasa un jinete, me veo obligada a apartarme. No sé a qué destino me dirijo o lo he olvidado, aunque sigo caminando. En la lejanía veo un camino que baja la colina hacia una villa y una parte dentro de mi me dice que ese es mi destino. Ya no soy dueña de lo que ocurre, en un determinado momento perdí el control de mi imaginación, o simplemente ha dejado de ser parte de ella. Es real. Ahí es donde tengo que estar.
      Tropiezo y caigo rodando. Cuando llego abajo, el campo ha desaparecido y la villa a la que dirigía también. Respiro hondo pero no tardo mucho en echarme a llorar, como si una parte de mí hubiera perdido aquello que había encontrado después de buscar durante mucho tiempo, algo que no va a volver pero que necesita para sentirse completa.
Me pongo en pie y sigo mi camino entre lágrimas. Sin embargo, al volver a casa, vuelvo la cabeza hacia el lugar en el que había estado el árbol, y me sorprende comprobar que sigue ahí y el chico que me sonreía también. Sin pensar un segundo, echo a correr hacia él y entonces, sin previo aviso, me abraza, como si nos conociéramos,como si fuera tan consciente como yo de lo que había ocurrido unas horas antes. Y en ese preciso instante encuentro aquella sensación que había perdido: el encontrar a la persona, esa persona que puede dar sentido a mi vida más allá del tiempo y el espacio, esa persona que estaba destinada a encontrar sin importar la época.

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  • Crónicas de la Torre, la llamada de los muertos. Laura Gallego
  • Crónicas de la Torre, la maldición del Maestro. Laura Gallego
  • Crónicas de la torre, Fenris, el elfo. Laura Gallego
  • Cuatro muertes para Lidia. Enrique Páez
  • Donde los árboles cantan. Laura Gallego
  • Días de lobos. Miguel Luis Sancho
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  • El libro de los portales. Laura Gallego
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