Desde aquella noche en la que aquel excéntrico maestro me introdujo en un mundo que me era desconocido, mi vida había dado un giro radical. A los pocos días, mis padres desmontaron el campamento y me obligaron a abandonar aquella aldea de la que, sin ellos saberlo, había sido capaz de portar un recuerdo, un enorme libro que solo estaba escrito hasta la mitad, con los rudimentos e intrucciones básicas para aprender a escribir.
Por mucho tiempo, vagué escondida en la parte trasera del carromato por caminos que a día de hoy he olvidado, practicando a diario para ser capaz de plasmar las ideas, que me asaltaban sin darme tregua,sobre el papel.
Sin embargo, no podía evitar pensar en el extraño encuentro con Jul y su maestro. Dentro de mí, deseaba, sin atreverme a expresarlo en voz alta, volver a encontrarme con ellos. Ese escaso tiempo que había pasado en la aldea, había sentido que la realidad, por un breve instante, se volvía más interesante que cualquiera de mis historias.
-¡Niña, ten más cuidado! Lo has tirado todo.
La voz de mi padre me sacó de mis pensamientos y me di cuenta de que había dejado caer al suelo una cerámica pintada que serviría para alimentarnos, por lo menos, durante una semana. De manera automática, le di la espalda, esperando que el golpe que sabía que vendría a continuación no fuera demasiado doloroso. Pero pronto capté el olor a alcohol en su aliento y supe que no terminaría con una bofetada.
Tantas otras veces había ocurrido y esa ocasión no tendría que haber sido distinta; no obstante, me volví contra él, le golpeé y, desprevenido por mi atrevimiento, cayó al suelo.
Yo no tenía nombre. No era nada. Nunca debí haber hecho aquello.
"Lady Melissa", resonó en mi cabeza de pronto. Y lo entendí. Desde aquella noche en la que el anciano le había dado un nombre, ella se había dado cuenta de que era mucho más que las dos mulas que tiraban del carro.
Antes de que mi padre se pusiera en pie, agarré las cosas que me pertenecían del carro-el libro y el zurrón con algunos útiles de escritura-y huí, sin mirar atrás, con el corazón desbocado, sin saber a dónde dirigirme, hasta que las piernas me fallaron. Aunque, para entonces, ya estaba muy lejos del carromato. Y en el fondo sabía que esas dos personas que dejaba atrás no me echarían de menos. Eran comerciantes, sabían dónde conseguir otra muchacha que me reemplazara.
Y esa fue la primera noche que pasé sola en el bosque, echa un ovillo con la espalda apoyada en el tronco de un pino, en silencio absoluto y en la oscuridad del cielo sin luna.
¿Por qué después de tantos años había tenido el valor de marcharme? A día de hoy, no lo sé. ¿Cómo pude sobrevivir en el bosque el trayecto hasta la primera aldea habitada que encontré? Lo desconozco. La vida se volvió complicada. Experimenté la sed y el hambre con más intensidad que cuando viajaba de un lugar a otro en el interior de un carro, pero no se sentía igual. Al llegar a una aldea, busqué trabajo en una granja, donde estuve un tiempo ganando dinero. Pero dentro de mí sentía que aquel no era mi sitio, que, desde hacía mucho tiempo, yo tenía un lugar en el que me estaban esperando. Así que, una tarde, compré un arco en la tienda del pueblo, un carcaj, unas flechas, provisiones, y me lancé a un camino desconocido en busca de la aldea en la que había descubierto los libros.
Por una razón que desconozco, en todo aquel tiempo, podían verse las estrellas en la noche.
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