LA DAMA TRISTEZA
Existió una vez una dama muy
enferma, amante de la lectura y los buenos relatos narrados por los viajeros,
que soñaba con ver con sus propios ojos, al menos, siete de las mayores
maravillas que existían antes de morir. Sentía una gran tristeza, una tristeza
enorme que le impulsaba a salir, a buscar, a vivir…Se presentó ante su padre y
le suplicó que le permitiera embarcar en el próximo barco que zarpara del
puerto con tal propósito. Su padre sonrió, cansado, no solo por los años que
llevaba viendo cómo su hija se le escapaba de las manos, sino además porque él
entendía cada palabra que había sido pronunciada por ella. Como general de la
guardia del rey, había tenido la oportunidad de contemplar innumerables
prodigios: bosques donde la luz del sol acariciaba las hojas y daba al ambiente
el color de una leyenda de aventuras; músicas que arrancaban bailes del corazón
y no solo de las piernas; majares que ni en sus mejores ensoñaciones había sido
capaz de reproducir… Y nada de lo que había visto había sido capaz de eliminar
de su alma el suspiro por algo que fuera más bello, siempre más, hermosísimo…y
eterno.
—No será suficiente. Pero ve—
fueron sus únicas palabras.
Al día siguiente, su barco
zarpaba del puerto. La dama miraba maravillada el subir y bajar de las olas.
El paisaje sabía a sal y libertad, nada que ver con la vida que había llevado
hasta entonces. Al caer la noche, asegurándose de no ser vista por ningún
miembro de la tripulación, se dejó caer sobre una de las hamacas que había en
cubierta y contempló el cielo: miles de estrellas guardaban secretos que los
hombres jamás conseguirían desvelar por entero. El corazón le golpeó fuerte en
el pecho. Pocos son aquellos que pueden contemplar aquel espectáculo, sentir el
desenfreno de espíritu que provoca y una caricia del infinito.
Y, de repente, una inmensa
tristeza, una melancolía que no podía eliminar, que le desgarraba la emoción y
que, ala vez, formaba parte de ella. Era una amiga conocida, compañera siempre
de aquellos momentos de gran felicidad que había vivido en el castillo: los
festivales de verano, los bailes, las cenas, los cantos a la luz de la luna… Y
luego, esa inenarrable tristeza, ese grito que se rebelaba dentro de ella.
Al amanecer llegaron al puerto de
la capital. La muchacha escuchó, vivió, bailó, y, al caer la noche, se echó
sobre la cama del camarote que le habían asignado en el barco y volvió a
revivir todo lo que había ocurrido aquel día. Había superado esas siete
maravillas que buscaba con creces: arte, manjares, vestidos, buenas palabras…Pero
sentía que su búsqueda no había concluido; la tristeza que le impulsó hacia el
mar todavía seguía. ¿A dónde le conducía su búsqueda?
Durante más de un mes viajó en
aquel barco, vio costas cubiertas solo de arena, bosques en los que podría
haberse perdido y que nadie habría encontrado nunca, personas cuyas historias
no podría olvidar nunca, sonrisas, fiestas… Con el tiempo, en todas estas cosas
se fue grabando un “no es esto”.
A su vez, sentía que llegaba el
tiempo de regresar a casa, que la enfermedad poco a poco le iba robando las
fuerzas y, si su padre preguntaba, podría enumerar con bastante facilidad todas
aquellas maravillas que había visto…Pero esa tristeza…
A los dos meses, bajó de aquel
barco que le había hecho descubrir el mundo, experimentar esa libertad que
tanto había deseado, conocer y ser conocida, compartir, reír… Su padre le
esperaba junto al carruaje que les llevaría a casa. La miró y le costó
reconocerla: su aspecto había empeorado—la enfermedad la destruiría tarde o
temprano— pero el brillo de sus ojos era diferente, similar al que veía en su
rostro cuando se miraba en el espejo. Y comprendió. No le preguntó, y solo dijo
una frase:
—¡Bendita tristeza la que te hizo
salir! La mayor de las maravillas que podrás ver nunca es ese corazón que
busca, no encuentra, y sigue buscando.
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