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miércoles, 8 de abril de 2020

Atardecer

ATARDECÍA, era tal vez la puesta de sol más imponente que habían visto en mucho tiempo. La luz atravesaba las hojas del paseo y las tornaba de diversos colores. Habían estado allí muchas veces, quizá habían perdido la cuenta de cuántas, muchas de ellas habían caído en el olvido de la monotonía. Y allí estaban. Como si los años no hubieran pasado para ellos, como si aún mantuvieran su primera conversación, con esos incómodos silencios que un par de años más tarde se habían convertido en uno de los tesoros más preciados que portaban.
De hecho, en aquel instante, él la miraba en silencio, sonriendo, y ella evitaba con todas sus fuerzas perderse de nuevo en esa sonrisa, en esa mirada en la que tantas veces se había visto reflejada. Esa vez no sonreiría, no cuando había tantas cosas que la estaban hiriendo en ese momento, no cuando sabía que si se perdía de nuevo dejaría de tener motivos para romper a llorar en ese instante. Esa sonrisa era todo, contenía todo, y a la vez sabía que nunca podría poner palabras a lo que le ocurría cada vez que alzaba la vista. Querría haber conservado ese pequeño instante para siempre, pero se le derretía entre las manos como la nieve que coronaba la sierra a sus espaldas.
Hubiera deseado derretir también aquel silencio con los cientos de palabras que se ahogaban en su interior, había deseado que cada lágrima que se tragaba pudiera describir lo que le ocurría cada vez que le tenía delante. Era cierto, su mundo no era sencillo, y la soledad muchas veces le asfixiaba hasta romperla, ese desear que hubiera alguien que le abrazara por la espalda, que le escribiera un “¿qué tal?” cuando cada vez que miraba el móvil lo único que veía era la hora y el poco espacio de almacenamiento que le quedaba. Quizá no era justo, quizá solo era un miedo tan asustado de que a su alrededor solo hubiera un círculo vacío lo que se convertía en ira, tal vez frustración, cuando le miraba y veía que la única posibilidad de salir de ahí era esa sonrisa.
Era una estupidez, lo sabía, y eso también le dolía. Había vivido antes y viviría cuando alguna vez se dijeran adiós, pero no viviría igual, había algo en esa mirada, en la historia que había detrás, que no estaba dispuesta a perder, era justo él el que, sin saber cómo, había ido recolocando poco a poco los fragmentos de su corazón, era él y no otro frente a quien ya no tenía miedo de abrirse, de ser ella, de llorar, de reír, e incluso de enfadarse cuando no lo soportaba, era el lugar al que siempre podía volver. ¿Cuánto tiempo había esperado a poder decir aquello?
Durante meses había intentado convencerse de que lo mejor era alejarse, de que seguir apostando todas las cartas a una sola jugada era como quedar suspendida en la cornisa de un edificio esperando a que el viento hiciese su trabajo. Y allí seguía, colgando, porque era incapaz de concebir que rendirse fuera una opción. Y le sonreía, una y otra vez, y volvía a escribir, y a quedar, y a darse por entero porque no sabía querer de otra manera, porque esa era la única manera de hacerlo.  Pero sabía que era muy probable que la cornisa de aquel edificio se desprendiera.
Se lo hubiera dicho, le hubiera gritado en aquel instante en que iban a despedirse que se lo estaba jugando todo, que no podía dar más y que no podía entender mejor, que era como era y después de llevar toda una vida intentando cambiar se había dado cuenta de que no lo necesitaba, le habría cantado al ritmo de lo que se aceleraba su corazón cuando le tenía cerca si no sintiera un nudo en el pecho por no tener el valor suficiente para hacerlo. No sería capaz de decirle adiós, a pesar de que muchas personas que quería se habían terminado yendo… Le habría dicho muchas cosas, pero guardó silencio, como tantas otras veces y se encogió de hombros.
Le abrazó y se fue, sonriendo mientras su corazón volvía a anegarse por las lágrimas que no derramaría delante suya. Jamás sería capaz de decirle todas esas cosas y por mucho que hiciera quizá no llegaría a leer entre líneas por qué estaba apostando por él.

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