Si un hombre, por muy poderoso
que fuera, lograra romper el Equilibrio y reconstruir el mundo a su antojo, se
convertiría en esclavo de su propia creación.
Escuchad, oh mortales, la
historia del hechicero Serbad, el más diestro en tan compleja arte de todo el
universo conocido. El único poder que reconoció fue el de la magia. Los dioses
estaban muertos; de nada servía rogarles. ¡Insensato! Manejando con pequeños
trucos el curso de su vida obtuvo fama, riquezas y amor, pero olvidó aquello
que todo hombre de poder debe saber: incluso hacer crecer un pétalo más a un
lirio tiene sus consecuencias.
El invierno antes de que el primer
mundo colapsara fue más frío de lo que se esperaba. Su esposa, la única persona
que había sido capaz de amarle sin sortilegios, cayó muy enferma y, dos semanas
después, murió. Serbad enloqueció. Se cuenta que se encerró en su torre y dejó
que la rabia y el dolor le modelaran: haría desaparecer la muerte, el mayor
error que se había cometido en la creación del mundo. Él jamás lo habría cometido.
Así pues, infringiendo todas las
normas del código de los hechiceros, con prácticas que rozaban la nigromancia,
intentó traer a su mujer a la vida, sin darse cuenta de que el Equilibro del
mundo se agrietaba. La fría mañana en la que consiguió tan descabellado
propósito, en el preciso instante en que sus labios se rozaron, todo, incluidos
sus cuerpos, se deshizo en la más fina arena.
Serbad
buscó por todos los medios mantener a su esposa unida. Se le escurrió entre las
manos. No quedó nada. Silencio y oscuridad. La eterna noche.
Gritó, pero las palabras quedaron
ahogadas puesto que le silencio había dejado de existir. Cogió la arena y,
mezclándola con cada una de las lágrimas que brotaban por el amor perdido,
reconstruyó el universo, que tenía forma de mujer. La luz surgió del recuerdo
del brillo de los ojos de su esposa, y el sonido de su risa; las aguas, que
hacía brotar sin demasiado esfuerzo, al inundar la tierra, sonaban como su voz;
los árboles eran como los del jardín en el que se habían conocido.
A
medida que Serbad creaba, para escapar del dolor, olvidaba aquello que le hacía
sufrir, olvidaba su nombre. Él estaba, era, cada planta, cada ave que emprendía
el vuelo hacia inhóspitas tierras, la fiera que perseguía a su presa y la presa
que era perseguida; el agua que caía de las nubes y se deslizaba por los ríos.
Era todo y no era nada. Y se sintió muy solo. Creó unos seres, eco de algo que
no conseguía recordar ya, para que hablaran con él, que pudieran reconocer que
existía para aplacar su soledad. Al terminar, miró admirado su creación. Un
día, una hoja cayó de un árbol, la primera en hacerlo. Aquella danza a merced
del viento le hirió en lo más profundo de su alma.
Todo
aquello moriría.
Él
lo único que podría hacer sería observarlo con impotencia.
Comprendió
que ese espacio de libertad era la verdadera esclavitud de los dioses.
Guardad
en el corazón todas estas palabras para no caer en desgracia como el dios
Serbad: si un hombre, por muy poderoso que fuera, lograra romper el Equilibrio
y reconstruir el mundo a su antojo, se convertiría en esclavo de su propia
creación.
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