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domingo, 10 de mayo de 2020

Nacidos de la arena


Si un hombre, por muy poderoso que fuera, lograra romper el Equilibrio y reconstruir el mundo a su antojo, se convertiría en esclavo de su propia creación.
Escuchad, oh mortales, la historia del hechicero Serbad, el más diestro en tan compleja arte de todo el universo conocido. El único poder que reconoció fue el de la magia. Los dioses estaban muertos; de nada servía rogarles. ¡Insensato! Manejando con pequeños trucos el curso de su vida obtuvo fama, riquezas y amor, pero olvidó aquello que todo hombre de poder debe saber: incluso hacer crecer un pétalo más a un lirio tiene sus consecuencias.
El invierno antes de que el primer mundo colapsara fue más frío de lo que se esperaba. Su esposa, la única persona que había sido capaz de amarle sin sortilegios, cayó muy enferma y, dos semanas después, murió. Serbad enloqueció. Se cuenta que se encerró en su torre y dejó que la rabia y el dolor le modelaran: haría desaparecer la muerte, el mayor error que se había cometido en la creación del mundo. Él jamás lo habría cometido.
Así pues, infringiendo todas las normas del código de los hechiceros, con prácticas que rozaban la nigromancia, intentó traer a su mujer a la vida, sin darse cuenta de que el Equilibro del mundo se agrietaba. La fría mañana en la que consiguió tan descabellado propósito, en el preciso instante en que sus labios se rozaron, todo, incluidos sus cuerpos, se deshizo en la más fina arena.
Serbad buscó por todos los medios mantener a su esposa unida. Se le escurrió entre las manos. No quedó nada. Silencio y oscuridad. La eterna noche.
Gritó, pero las palabras quedaron ahogadas puesto que le silencio había dejado de existir. Cogió la arena y, mezclándola con cada una de las lágrimas que brotaban por el amor perdido, reconstruyó el universo, que tenía forma de mujer. La luz surgió del recuerdo del brillo de los ojos de su esposa, y el sonido de su risa; las aguas, que hacía brotar sin demasiado esfuerzo, al inundar la tierra, sonaban como su voz; los árboles eran como los del jardín en el que se habían conocido.
A medida que Serbad creaba, para escapar del dolor, olvidaba aquello que le hacía sufrir, olvidaba su nombre. Él estaba, era, cada planta, cada ave que emprendía el vuelo hacia inhóspitas tierras, la fiera que perseguía a su presa y la presa que era perseguida; el agua que caía de las nubes y se deslizaba por los ríos. Era todo y no era nada. Y se sintió muy solo. Creó unos seres, eco de algo que no conseguía recordar ya, para que hablaran con él, que pudieran reconocer que existía para aplacar su soledad. Al terminar, miró admirado su creación. Un día, una hoja cayó de un árbol, la primera en hacerlo. Aquella danza a merced del viento le hirió en lo más profundo de su alma.
Todo aquello moriría.
Él lo único que podría hacer sería observarlo con impotencia.
Comprendió que ese espacio de libertad era la verdadera esclavitud de los dioses.
Guardad en el corazón todas estas palabras para no caer en desgracia como el dios Serbad: si un hombre, por muy poderoso que fuera, lograra romper el Equilibrio y reconstruir el mundo a su antojo, se convertiría en esclavo de su propia creación.


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