La aldea en la que nací apenas la recuerdo. Mis padres decían que era un lugar recóndito al norte del reino con tan poca importancia que nadie se molestó en buscarle un nombre. Con bastante frecuencia hacían ese comentario antes de explicarme por qué yo tampoco tenía uno: no era relevante. Pero no debes sentirte mal leyendo esto: mis padres tampoco eran de esos que usan palabras grandilocuentes ni construcciones complejas para impresionar a los oyentes. Conocían del lenguaje lo imprescindible para la vida que llevábamos, y eso ya era demasiado, según decían. Para mí nunca fue suficiente aunque, por supuesto, jamás pronuncié una sola queja delante de ellos.
Nos dedicábamos a recorrer el reino en un viejo carromato de madera tirado por dos mulas grises. De cara a la ley, ellos solían decir que eran buhoneros; de espaldas a ella, era bien conocida por todos su fama de traficantes y ladrones. Mis progenitores nunca pretendieron que yo aprendiese el oficio, solo que les obedeciera cada orden, sin cuestionar. Quizá solo esperaran a recibir una buena oferta para cambiarme por un par de madejas de seda y un collar de perlas.
Y no recuerdo tener una infancia mala: solo debía viajar en silencio en el interior del carro y pasar las mañanas en el mercado intentando sustraer la mayor cantidad de efectivo de los bolsillos que parasen a mirar el puesto que montábamos en el mercado. Las tardes, no obstante, eran para mi. Podía pasear sin rumbo por las ciudades más grandes y sentarme en las plazas de las más pequeñas a jugar con los niños y, con el paso de los años, a escuchar las historias que los ancianos contaban a sus nietos o a todo aquel que tuviera un rato libre y quisiera compartirlo con ellos.
Fue en esos lugares, lejos del control y la influencia que pudieran tener mis padres sobre mí, donde descubrí un tesoro más grande que los que llevábamos en la parte trasera del carro: el don de la palabra y la magia que se escondía tras cada una de las historias que narraban esos rostros anónimos. Recuerdo pasar tardes enteras sentada escuchando y otras tantas en la oscuridad imaginando que yo era la protagonista de todas las aventuras que había almacenado en mi memoria
Al cabo de los años, cuando esa niña despistada que solo necesitaba una buena reprimenda dio paso a un adolescente con ansias de conocer el mundo, aun viajando cada pocos días de un lugar a otro, empecé a desear con todo mi ser tener un nombre que hablara de mi, en vez de una onomatopeya. Pero no era solo mi yo lo que quería aprender a nombrar, sino todo aquello que existía y que podía conocer. Había oído hablar de un sistema que permitía registrar tantas palabras como quisiera. Cuando aprendí a nombrarlo, empezaron todos los problemas...y toda la dicha.
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